El pasado de octubre 23 octubre en el estadio Eden Park de Auckland se disputaba la octava final de la Copa del Mundo de Rugby. La todopoderosa selección neozelandesa, los all blacks, derrotaban ajustadamente a Francia por 8-7. Los embajadores más famosos de uno de los países más desconocidos agitaban una vez más el pabellón de la victoria. Aunque sin relación con la exposición que le presentamos hoy, este acontecimiento deportivo nos sirve para comenzar el artículo y mostrar a la vez la popularidad y el desconocimiento de este país austral y de sus habitantes.
La muestra, “Los Maorís, sus tesoros tienen alma» (Maoris, leurs tresors ont une âme), que estará abierta hasta el 22 de enero de 2012 en el Museo del Quai de Branly en París, quiere romper imágenes esteriotipadas, una de las cuales es la del rugby. El rugby es el deporte rey en Nueva Zelanda y ha hecho de sus jugadores, embajadores del país más alejado de Europa. El haka, ese baile guerrero con el que los rugbymen obsequian a sus adversarios, hace las delicias del mundo entero. Del mismo mundo ignorante de lo que significó el haka en preludios de batallas sangrientas, ignorante de lo que significa un deporte bravo pero cortés, tan alejado del falso fútbol y del espectáculo sin aristas cuya representación más globalizada son los holdings norteamericanos (NBA, NFL o la NHL) ejemplos de deporte mercantil, donde todo está medido y cada segundo produce su flujo controlado de dólares. Ignorante al fin y al cabo de reglas, jugadores, estrategias y del amor ciego hacia el balón oval, de los países de la Commonwealth (antiguos y actuales), de Argentina, Italia, Japón, Rumania y Georgia.
Y ahí se acaba nuestro conocimiento de Nueva Zelanda, este país de las antípodas donde hay más ovejas y vacas que personas, donde la tierra tiembla y los kiwis intentan sobrevivir en los frondosos bosques de su clima temperado. El kiwi, otro icono del país, tanto que aparece recurrentemente en sus monedas, por un lado, por el otro la efigie de la reina de Gran Bretaña, Elizabeth II. La indefinición, la ambivalencia ya se muestra hasta en las caras de una moneda, por un lado la reina de un país extranjero, que al mismo tiempo es jefa del Estado, aunque sin ningún poder real. Por el otro un ave sin alas, marrón y poco agraciada que corretea perseguida por perros y gatos colonizadores. Y tal vez en el mismo filo de la moneda los maorís, los primeros pobladores de las islas de Nueva Zelanda, cubiertos de tatuajes y blandiendo armas arcanas en bailes sincopados donde el griterío, -si este era eficaz-, evitaba que la sangre corriese. Las más de las veces era la antesala de la batalla, los maorís fueron y siguen siendo humanos.
Complejo país, pues, ejemplo de la flexibilidad liberal, del multiculturalismo y del clasismo del mundo anglosajón. Para romper con tópicos y para mostrar a Francia y al mundo su visión de las cosas, la exposición, -que presenta el siempre excelente Museo del Quai de Branly, Museo de arte no europeo-, ha querido dar la voz a los propios maorís, huyendo de los clichés y tópicos. La exposición ha sido pensada y creada por el Te Papa Tongarewa Museum of Wellington, la capital de Nueva Zelanda. Este museo ultramoderno se dedica integralmente a la preservación del patrimonio cultural de los maorís.
Aquí tal vez un inciso histórico y antropológico podría hacernos comprender mejor las cosas. Voluntariamente hemos evitado utilizar la palabra indígena, tan cómoda como peligrosa. Nueva Zelanda fue colonizada por los ancestros de los maorís allá por el octavo siglo, aunque aún todo es bastante confuso. Diversas oleadas de gentes fueron llegando entre el 800 y el 1400, provenientes al parecer de Polinesia (Islas Cook, Hawai..). Fueron los primeros pobladores de las islas y tuvieron a bien hacerse la guerra, como había sido tradición desde que los primeros homínidos se irguieron sobre dos patas-pies.
La llegada de los europeos a Australia y otras islas del Pacífico supuso el fin del complejo equilibrio entre los diversos grupos o tribus maorís. Antiguos prisioneros, marineros y aventureros comenzaron a llegar a Nueva Zelanda y a engrosar las filas de las tropas de jefes tribales. El contrabando de mosquetes dio lugar a violentos enfrentamientos en la década de 1830, entre las tribus que los poseían y las que carecían de ellos, provocando masacres terribles en lo que vino a llamarse la Guerra de los mosquetes. La intervención británica, que coincide en el tiempo, intentó controlar un territorio totalmente desorganizado, pero también provocó numerosas victimas. El Tratado de Waitangi en 1840 se firmó entre la Corona y las tribus maorís, garantizando ciertos derechos a éstas últimos. Sin embargo, el descubrimiento de yacimientos de oro en 1861 provocó un carrera hacia ellos, con ocupación y destrucción de tierras y poblados, conflictos incesantes e incumplimiento del tratado. El efecto fue la terrible Guerra Maorí.
Tras la derrota, comienza la subordinación de los maorís, su situación servil o al menos subalterna, cuando la emigración europea la supera en número, en propiedades, poder económico y militar. Durante muchos años los maorís han sido ciudadanos de segunda categoría y en las últimas décadas se han visto afectados por taras como el alcoholismo, la violencia domestica, el paro, la falta de oportunidades y formación. El escritor Alan Duff mostró bien esa problemática en su novela Once were warriors, traducida como Guerreros de antaño, y llevada al cine. Del orgullo maorí, de su arte vigoroso y explosivo, de sus mascaras y sus cantos de guerra, de sus tatuajes ornamentales se pasó a la miseria de las ayudas sociales para ciudadanos subalternos. La conflictividad social aumentó en Nueva Zelanda en los años 80, con la ayuda de una crisis económica. Nueva Zelanda aplicó, bastante antes que Gran Bretaña planes de ajuste y modelos neoliberales de la mano de políticos socialdemócratas de la escuela de Tony Blair. De hecho, este último aprendió allí buena parte de sus poco eficaces propuestas. La crisis provocó la partida de muchos neozelandeses hacia Australia, Gran Bretaña o Estados Unidos, así como la búsqueda de nichos de mercado y de alternativas económicas. El pequeño tamaño de la población y políticas adecuadas han favorecido la recuperación de Nueva Zelanda y la creación de empresas competitivas que han sabido y han podido salir de la crisis. Un ejemplo es la multinacional láctea Fonterra, una cooperativa que ha conseguido sobrevivir en el complejo mundo de la globalización y que desde la lejana Nueva Zelanda exporta toneladas y toneladas de leche en polvo y otros productos derivados. La situación económica ha mejorado y también lo ha hecho para los maorís. El nivel de formación ha aumentado y su presencia en el sector público, privado, las artes y la política también.
La exposición parisina de alguna manera desea mostrar esa recuperación del alma maorí. En la exposición se mezclan los tesoros del arte ancestral, esculturas de madera, metal y piedras semipreciosas como el jade; trajes tradicionales y tejidos; objetos cotidianos, objetos sagrados y rituales, elementos arquitectónicos, fotografías y obras multimedia (videos, performances, etc). En la exposición, siempre desde el punto de vista «maorí» muestra la relación entre el pasado y el presente, entre los tesoros y lo cotidiano, entre el arte antiguo y el arte contemporáneo
Se propugna el control de lo maorí por los maorís, lejos de interpretaciones y visiones occidentales. Todo ello no deja de tener un vínculo estrecho con el mundo político ya que el famoso Tratado de Waitangi ha sido revisado y aún se debate sobre las compensaciones que deberían darse o no, a los descendientes de los maorís expoliados.
La exposición se divide en tres aéreas. En la primera se tratan los grandes elementos culturales ligados a la arquitectura, la navegación y los tatuajes. Así se presenta una fachada de una whare tupuna, la gran casa comunal maorí, varias canoas y piraguas y una sección dedicada a los ta moko, los tatuajes.
En la segunda se muestran los elementos que reflejan el mana, prestigio y autoridad en la antigua cultura maorí. Se enseña lo que es el whakapapa o sistema de referencias culturales a través del cual se transmiten y formulan o reformulan las leyendas, la genealogía y la cosmogonía.
La última parte se preocupa por la protección de la naturaleza, la relación entre los maorís, la tierra y el mar. Como todas las culturas donde el ser humano aún no domina la naturaleza, ésta era muy respetada y la noción de equilibrio estaba muy desarrollada.
El principio se formula en el concepto kaitiakitanga (proteger y preservar): Ese precepto es la base de las obras de Brett Graham uno de los artistas contemporáneos que se presentan en la exposición.
Sin duda, la exposición como el Museo del Quai de Branly merecen la visita. No duden en acercarse si viajan a París durante las vacaciones de diciembre, Navidad o en Enero. La riqueza arquitectónica del museo, concebido por Jean Nouvel, la innovación museística y las obras presentadas en él les sorprenderán gratamente.
Con todo para terminar querríamos dejar abierta una puerta, plantear una pregunta. Nos queda un cierto sabor amargo, al ver que la presentación de la exposición hace gala de todos los tópicos de lo políticamente correcto, de todas las armas de una antropología de mala calidad que presupone que la voz autóctona es siempre más interesante que la que exógena. Y para ello es perfecta la idealización, el encumbramiento del concepto de indígena. Hoy en día los indígenas de Nueva Zelanda son aquellos que han nacido en ese país, la mayoría, la gran mayoría de origen europeo. Hoy, nuevos inmigrantes de Fiji, de Tonga, de Samoa llegan a Nueva Zelanda y bailan el haka formando parte de su selección de rugby. Por sus rasgos y por su color, los ingenuos europeos, los de verdad, les consideramos maorís y neozelandeses de pro, cuando en realidad son los últimos neozelandeses, los más recientes. Las injusticias de la historia no las arreglan las cómodas falsedades de lo políticamente correcto. Hoy es lo que importa, hoy como preludio del mañana y hoy la sociedad neozelandesa, como todas las del mundo, es una sociedad mestiza, múltiple.
El sistema anglosajón, promueve el comunitarsmo y en la práctica la separación de las personas en base a caducas justificaciones culturales, físicas o lingüísticas. La complejidad de lo que se entiende por maorís es similar a la complejidad de lo que se entiende por europeo. La visión de los maorís no existe, o al menos hay tantas como maorís haya. Presentar una exposición bajo el epígrafe de la verdadera visión maorí es, al menos ingenuo. Los europeos de Nueva Zelanda no son europeos, son neozelandeses, tanto como los maorís. La clave de la desigualdad se encuentra en el acceso a la formación, al trabajo, al poder político y económico. La reformulación y el desarrollo de comunidades definidas e impermeables magnifica las diferencias entre los humanos creando grupos que ya no deberían existir. Para la necesaria corrección de los agravios históricos y, para la más importante eliminación de las injusticias sociales presentes, debería haber otro camino diferente. Cualquier persona puede opinar sobre cualquier cultura, acto, elemento artístico, conflicto histórico, modelo económico y propuesta para el futuro. La condición no es pertenecer a un grupo autodefinido, la adoración a un dios, el número de tatuajes que porte su cuerpo, su altura, peso o color de piel, si es hombre o mujer o el número de ceros que arbola su cuenta bancaria. La única condición para opinar sobre algo es que sus opiniones se basen en el conocimiento o en la duda, en la aspiración de acercarse a la verdad de las cosas, y sobre todo en que sus palabras merezcan romper el silencio de las olas de la callada y aterrada bahía de Waitangi .
En una sociedad multicultural como la que plantean numerosos países anglosajones, aunque no sólo ellos, el temor al imperialismo cultural nos lleva a modificar las leyes de nuestra propia sociedad dependiendo de la “comunidad” a la que se apliquen. La ciudadanía pierde su valor y el Estado o los miembros de otras comunidades bajan la vista temerosos por inmiscuirse en sistemas supuestamente cerrados. Aplican el principio de Heinsenberg de la mecánica, cuántica, según el cual si conocemos la velocidad de una partícula subatómica ignoramos su situación, si sabemos su situación no podemos conocer su velocidad. De esta forma, los blancos europeos de Nueva Zelanda no pueden intervenir en las decisiones de los maorís, y viceversa. Si somos una cosa, no somos la otra. Sin embargo, la mecánica cuántica habla de sistemas, sistemas donde los elementos y variables interactúan. Así el mero hecho de intentar medir la velocidad o de situar una partícula va alterará todo el sistema. No hay espacio para la indeferencia ni para el aislamiento. Sea uno maorí o europeo, vive dentro de la sociedad, no podemos abstraernos y mirar hacia otra lodo. Como en el principio de indeterminación, no sabemos donde está la identidad maorí, ni la europea, ni la de un individuo concreto, ni siquiera sabemos si existen, si significan lo mismo para cada uno de sus ciudadanos, puede que estén ahí dentro pero no sabemos si son grandes, pequeñas, fuertes, indispensables, si están mezcladas, si se pierden, si renacen diferentes tras choques nucleares o se asocian en placidas amalgamas. El mantenimiento de comunidades puras y diferenciadas dentro de una sociedad plantea finalmente la cultura, la historia y el arte de forma maniquea. Ante el sólo cabe oponer la ciudadanía, como el artículo VI de La Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 que proclamaba:
“La ley es expresión de la voluntad de la comunidad. Todos los ciudadanos tienen derecho a colaborar en su formación, sea personalmente, sea por medio de sus representantes. Debe ser igual para todos, sea para proteger o para castigar. Siendo todos los ciudadanos iguales ante ella, todos son igualmente elegibles para todos los honores, colocaciones y empleos, conforme a sus distintas capacidades, sin ninguna otra distinción que la creada por sus virtudes y conocimientos.”
Una sola comunidad compuesta de individuos diferentes que se respetan y que comparten al menos algunos objetivos comunes, los más esenciales. Como en el haka, cuando los all blacks, entre los que hay descendientes de guerreros temibles, de presos evadidos de los penales australianos, de campesinos del Lincolnshire, de judíos europeos, de italianos emigrantes o de asiáticos y fidjianos, hacen temblar el mundo, el mundo del balón oval, rindiéndolo ante su juego honorable. Todos somos maorís, todos somos neozelandeses, neozelandeses de cualquiera de las antípodas.
Por Alexander Paraskinnen para blog-francia.com
Video del Haka de la final del Campeonato del Mundo de Rugby, entre Francia y Nueva Zelanda el 27 de octubre de 2011 en Auckland.
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Informaciones prácticas
Museo du quai Branly
37, quai Branly
75007 Paris
Tel. : 01 56 61 70 00
Fácil acceso en metro (Alma-Marceau, Trocadero, Bir-Hakeim y Iena), tren de cercanías (RER Pont D’Alma, Tour Eiffel), autobús (todos los que se dirigen a la Torre Eiffel, al Trocadero y Campo de Marte). A pie siguiendo el Sena desde Notre-Dame.
Precios y horarios
Martes, miércoles y domingo : 11:00 – 19:00
Jueves, viernes y sábado : 11:00 – 21:00
Cierra los lunes y el 1 de mayo y el 25 de diciembre.
Entrada normal 8,50 € (Tarifa completa) / 6 € (Tarifa reducida)
Entrada exposición temporal 7 € (Tarifa completa) / 5 € (Tarifa reducida)
Entrada « un día en el museo » (museo + exposición): 10 € (Tarifa completa) / 7 € (Tarifa reducida)
Gratis para menores de 18 años, parados, periodistas, titulares de la tarjeta « culture », amigos del museo, poseedores del « Pass musée du quai Branly », miembros del ICOM y del ICOMOS.
Video que presenta la exposición Maori, leurs tresors ont une âme, en francés.
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